Dios y el odio

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La organización terrorista Estado Islámico (EI) se ha fortalecido financiera y militarmente tras años de zozobra en Iraq y Siria. El sufrimiento de sus víctimas no musulmanas es atroz.

Tras ver imágenes de la persecución contra cristianos y yazidistas en Iraq, me invadió un deseo fuertísimo de rescatarlos. No de bombardear objetivos estratégicos del Estado Islámico de Iraq y Siria (ISIS por sus siglas en inglés) o Estado Islámico (EI ó IS), como hizo Estados Unidos. Imaginé un milagroso manto protector que envolvía a las familias perseguidas y las depositaba en un lugar idílico donde pudieran recuperarse en cuerpo y alma de sus traumáticas vivencias. Fuentes creíbles como Catholic Online, CNN, MSN y The New York Times, entre otros, describen actos y publican imágenes que ningún estómago tolera: hombres crucificados, mujeres secuestradas, niñas obligadas a contraer matrimonio con terroristas y miles de personas de toda edad desterrados de su patria ancestral. Un líder prominente de la comunidad caldea, Mark Arabo, comentó en CNN y a otras agencias noticiosas que en un parque de Mosul, ISIS colocó cabezas de niños decapitados.

Los sucesos recientes confirman que el poder y la coerción le hacen daño a la religión. ¿Qué deidad pediría a sus seguidores cometer actos brutales que deshumanizan tanto al verdugo como a la víctima? Solamente un dios tiránico, caprichoso, desamorado o vengativo aprobaría de la usurpación violenta del poder por unas personas, para tomar esclavos, reprimir y subyugar a otros seres humanos. ¿Qué tan real es una conversión cuando ésta se procura apuntando el fusil a la cara del supuesto converso, u obligando a menores a contraer nupcias? Como señaló el Papa Francisco respecto de lo ocurrido en Iraq, “no se lleva el odio en nombre de Dios”.

Ciertamente esta deidad ni siquiera cabe en la cabeza de los perseguidos. Para los cristianos, la libertad, y por ende la libertad religiosa, es querida por Dios. Él quiere que lo adoremos voluntariamente, con nuestra inteligencia y corazón. Benedicto XVI escribió que “la libertad está en el origen de la libertad moral. En efecto, la apertura a la verdad y al bien, la apertura a Dios, enraizada en la naturaleza humana, confiere a cada hombre plena dignidad, y es garantía del respeto pleno y recíproco entre las personas.”

Tristemente, la ciudad de Mosul, la antigua Nínive receptiva al mensaje profético de Jonás, se vació de todos sus habitantes no musulmanes. Los yihadistas suní pertenecientes a ISIS tomaron la ciudad en junio de este año y emitieron el ultimátum a las minorías étnicas y religiosas: tienen hasta el 19 de julio para convertirse al islam, huir o enfrentar la muerte. Los cristianos o nazarenos vieron como marcaban sus casas con la letra N. La seña recuerda el sello amarillo con la estrella de David que marcó a los judíos durante el régimen nacional-socialista de Adolf Hitler. Y evidentemente, la crisis humanitaria se agrava conforme pasan las semanas.

La comunidad cristiana en Iraq era una de las más antiguas del mundo y contaba con aproximadamente 1.4 millones de miembros en el 2003, de los cuales aproximadamente 35,000 vivían en Mosul. Constituían el 5% de la población total del país. La mayoría de los cristianos iraquís eran asirios y hablaban el idioma de Jesucristo, el arameo. Ya para el 2013, el estimado había descendido a 450,000 cristianos, producto de la Guerra en Iraq. Los católicos caldeos conformaban el grupo más grande entre los cristianos y habitaban principalmente en Bagdad, Basra, Mosul, Erbil y Kirkuk. Adicionalmente, más de 50,000 yazidistas, que practican una antigua religión pre-musulmana, huyeron por las montañas. A su vez, los cristianos de Siria, orgullosos de haber aportado a la Iglesia al primer pontífice, Simón Pedro, también han tenido que huir de su país a raíz de la guerra civil, dejando detrás solamente una sombra de lo que antes fueron.

Este artículo fue publicado el 15 de agosto del 2014 en la Revista Contra Poder y en el CEES.

La foto es mía.  La tomé en el Museo del Louvre.  Este león es parte de un muro de ladrillos que adornó la vía procesional entre el templo de Marduk y la Puerta de Ishtar, de la antigua Babilonia, en la actual Iraq.  Algunos historiadores señalan que 4,000 años antes del florecimiento de Grecia y Roma, ya existía una civilización formal en estas tierras.