¿Porque los dueños de una empresa, ubicada en la entrada de Amatitlán, pintaron en la pared la frase “Sin envidias, alegrémonos del bien ajeno”?
Cada vez que paso por allí reflexiono sobre el grave daño que la envidia provoca en el interior de la persona y en la sociedad. La envidia juega un papel en las actitudes contra el emprendimiento y la creación de riqueza. Es el motor para la expoliación, la usurpación, las políticas redistributivas y la demagogia populista. ¿Cuánto bien habrá hecho esa empresa, tan sólo con difundir esa frase? ¿Y porqué la clase política en el país persiste en actitudes contrarias a la lección impartida?
El vicio de la envidia cobra nuevo protagonismo mundial junto con la desigualdad económica, uno de los nuevos mantras de la política internacional. En un artículo titulado “Envidia en la era de la desigualdad” (Spectator, 29-X-14), Samuel Gregg advierte que la potente mezcla de la envidia con la preocupación por la desigualdad “encamina a las políticas públicas hacia rumbos que no son ni económicamente sensatos ni políticamente sabios.” En el fondo, opina Gregg, evidencia una insatisfacción con los resultados que produce el proceso de mercado. Por otra parte, revela desconfianza y recelo entre grupos sociales o etnias.
Gregg aconseja afinar el lenguaje cuando abordamos el tema. No es lo mismo pobreza que desigualdad, ni tampoco es lo mismo ser desigual en ingresos que ser desigual en riqueza, educación o en acceso a tecnología. Tirar números al aire tampoco ayuda: la comparación entre el ingreso promedio de un obrero y el de un puñado de gerentes multimillonarios es poco realista, porque la verdadera brecha es menor cuando comparamos al asalariado con los miles y miles de gerentes cuya remuneración es más modesta.
Existe una desigualdad económica que es reflejo de la condición humana, de la diversidad de talentos naturales, y por tanto no es injusta. No es producto de privilegios y protecciones mercantilistas ni de prácticas ilícitas. Unos trabajan más, arriesgan más y asumen más responsabilidades que otros. La recompensa a su esfuerzo no vulnera a los demás. Además, en sistemas dinámicos el patrimonio familiar crece y cae a lo largo del tiempo.
Gregg estima que lo peor que podemos hacer es confundir igualdad política con igualdad económica. Los sistemas políticos participativos deben otorgar un trato parejo a todos los ciudadanos. Opina el filósofo francés Pierre Manent, citado por Gregg, que “las democracias gravitan hacia una fascinación por producir la igualdad total porque los sistemas democráticos obligan a todos a relacionarse unos con otros a través del medio de la igualdad democrática.” Llegamos a aspirar una igualdad material que choca con la realidad a nuestro alrededor, y por ende empezamos a resentir y envidiar el bien ajeno.
La tentación de igualar el ingreso a la fuerza, utilizando el Gobierno para despojar a unos de sus bienes y darlos a otros, es acentuada por dicha ilusión igualitaria en la política. Ya no sólo queremos ser iguales ante la Ley, sino iguales en posesiones. Gregg relata que Alexis de Tocqueville notó el fenómeno cuando viajó a Estados Unidos para evaluar su sistema democrático, y propuso tres posibles soluciones para moderar el vicio de la envidia. Primero, debemos asumir responsabilidad por forjar nuestro propio futuro. Segundo, los candados constitucionales deben evitar que el poder gubernamental se instrumentalizarse para servir impulsos envidiosos. El autor francés sabía que en ausencia de esos controles, los legisladores se plegarían a las demandas por la equidad. Y finalmente, las normas éticas y religiosas deben prevenirnos contra el peligro que encierra la envidia, no sólo para nuestro interior, sino para la cooperación social. Los guatemaltecos tenemos mucho que hacer en este campo.
Este artículo fue publicado el 28 de noviembre del 2014 en la Revista Contra Poder y el CEES.